2013enAGOSTO

2013.08.26 Preguntas me sobran

TIPOS SUELTOS

Preguntas me sobran

Por: Daniel Zalman

 

Hasta hace poco, nunca hubiera pensado que podia sentarme en el banquillo de los analizados.

Al principio, los recién separados pensamos que el estrés es producto del shock inicial de la disolución marital. Pero los meses pasan –24 ó 25, digamos– y comenzamos a ver que ciertos comportamientos disfuncionales corren el riesgo de perpetuarse: dormimos tres horas por día, no podemos tolerar que una taza o una cuchara estén fuera de su estante habitual, discutimos con todos en el trabajo, vemos cinco películas seguidas los domingos y si alguien nos dice que estamos un poco pasados de vueltas, le bajamos de uno a tres dientes.

No sé. Cositas así... Señales que pueden indicar que nos llegó la hora del diván.

Así que hace pocos días me llegó el turno de elegir con quién. El único profesional conocido era la psicóloga con la que mi ex mujer y yo habíamos hecho terapia de pareja antes del fin del matrimonio. Evidentemente, la mujer no obtuvo los resultados esperados (aunque, teniendo en cuenta el monto que nos cobraba, deberíamos habernos reconciliado tres veces).

Desechada esta opción, acudí al psicólogo de Sergi, mi mejor amigo. No sabía si era buena idea, ya que hace cinco años que Sergi se trata con él para dejar su adicción a la lechuga mantecosa, sin éxito.

La primera sorpresa con la que uno debe enfrentarse al entrar al consultorio: no hay diván. Con todas las ilusiones que me habia hecho de tirarme un rato.

La segunda sorpresa: el chabón te pide que le cuentes tu vida y a cambio de eso no dice nada. Pregunta y pregunta. “Preguntas me sobran”, le dije la última vez que fui. “Quiero respuestas”. “La terapia no funciona así”, me contestó.

Me costó reconocerlo. Casi un pasaje a Brasil, con lo que llevo pagándole hasta ahora.

Por suerte, ya estoy viendo signos de eficacia en el tratamiento: duermo una hora más por día –ya son cuatro–, no me importa que la taza quede un poco lejos de su estante habitual, veo sólo cuatro películas seguidas los domingos –ninguna repetida– y en las últimas discusiones que tuve con extraños, nunca les bajé más de un diente –sin contar los que me bajaron a mí-.

Confio en que la ciencia seguirá ayudándome. Más le vale, si no quiere que le baje un diente.

 

2013.08.27 Detesto a las parejitas

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Detesto a las parejitas

“Hice una compra de 900 pesos y al llegar a casa me di cuenta de que nada me servía para cenar esa noche”.

Por: Daniel Zalman

 

El mundo es un lugar adverso para los recién separados. Todo se nos hace más difícil. Lo que antes parecia natural y fluia, ahora es un cúmulo de complicaciones.

Ya estoy harto de hacer cola en el súper de la esquina. Cada media hora descubro que me hace falta algo que no tengo: detergente, champú, manteca, azúcar, espirales... productos básicos, de primerísima necesidad, que por algún motivo no fueron incluidos en la compra grande que hice el domingo pasado.

Es que el súper tampoco está hecho para los recién separados. Odio a las parejitas que se dividen y mientras uno busca las cosas en las góndolas, el otro hace la fila en una caja. En primer lugar, aunque no esté explícito en ningún reglamento, esa práctica deberia estar prohibida. Es claramente injusta con los singles, que quedamos en desventaja logística.

Ellos lo hacen tan fácil y uno, como un gil, se pasa 20 minutos esperando su turno con el rollo de papel higiénico y la cervecita bajo el brazo.

Otra de las revelaciones que tuve recientemente es que los solteros tampoco sabemos comprar en el supermercado: el último domingo hice una compra de 900 pesos; cuando llegué al departamento y saqué todo de las bolsas, me di cuenta de que nada de lo que había comprado me servia para cenar. Salvo que se pudiera armar con mayonesa, mostaza y tostadas sin gluten. Y a eso se le suman hechos un tanto humillantes como que nunca logré utilizar una bolsa de harina o de azúcar antes de que se llenara de bichos.

La vida del recién separado es así: nacemos a un mundo nuevo sin que nadie nos avisara como hacerlo. Por eso, recién cuando estamos abajo de la ducha prendida nos damos cuenta de que nos faltaba champú, esponja, toalla o de que el agua está demasiado fria, demasiado caliente. No queda otra que salir corriendo a buscar el faltante, con la casi segura consecuencia del resbalón en el piso mojado, desnudos y helados.

Con suerte, la cadera se salva.

Lo otro que se nos hace imposible es ordenar una carpeta de impuestos y servicios: no debe haber tarea más ingrata que adivinar ¿qué nos toca pagar este mes, qué facturas llegaron, cuáles no y por qué me quieren cortar el agua si yo estoy casi seguro de que pagué la boleta?; aunque no puedo encontrarla ni la encontraré.

Por otra parte, somos distintos a todos los demás. Al casado, ni hablar. Al casado lo detectás al toque porque el desgraciado siempre anda con la ropa planchada.

Esto –lo de la ropa planchada– es un tema que tiene una relevancia que no todo el mundo capta. Hace poco detecté que el soltero de larga data, el que ya es un “profesional”, suele andar con la ropa arrugada, pero, misteriosamente, eso le queda bien.

Descifrar ese secreto será una de las misiones de mi nueva vida en el universo single.

 

2013.08.27 El Guinness de la mugre

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El Guinness de la mugre

El escenario es apabullante: además de la bacha repleta, hay migas en rincones.

Por: Daniel Zalman

 

No hay forma. Lo busqué por todos lados, pero no encuentro un detergente que saque la mugre de los platos con restos de comida que se acumulan durante una semana en la cocina. Adquieren una consistencia difícil de calificar y durezas que se convierten en extensiones de la cerámica.

Es lógico: me levanto mal dormido, tarde, con la ropa arrugada. Me hago un café veloz y salgo eyectado hacia el trabajo... ¿qué se supone que hay que hacer con la taza, la cuchara, el cuchillo de la manteca... ?

¿Lavarlos a esa hora, con el apuro que tengo?.

Y cuando vuelvo, a la noche, reventado, destapo la lata de atún –alimento básico en la dieta de los recién separados–, me tomo una cervecita y entre pitos y flautas, se hicieron las 12 de la noche.

¿Quién se puede poner a lavar platos a esa hora?.

El esquema se repite, por lo general de lunes a viernes. De tal manera que el sábado a la mañana, cuando me despierto cerca del mediodia, la pila de platos sucios hace malabarismos para no caer. Y a esa altura ya no me quedan tenedores, cuchillos ni vasos limpios. Así que no queda otra. Hay que lavar.

El escenario es apabullante: además de la bacha repleta, hay migas en rincones inhóspitos, hormigas que me disputan el espacio y manchas en el piso que no salen ni con alcohol de quemar.

No es que quiera establecer un récord de mugre en la cocina, pero estoy seguro de que el Guinness lo aprobaria.

Si a eso le sumo el problema de sacar la basura a tiempo, la situación es desesperante. Supongo que será cuestión de tiempo poseer los recursos necesarios para contratar a una empleada doméstica por horas (apenas salde las deudas pendientes por la mudanza, en 48 meses).

Por eso, cada cierto lapso indeterminado de días (a veces semanas), decido que llegó la hora de hacer una limpieza a fondo. Junto estropajos, trapos, escobillones, baldes y paso mis buenas ocho horas para limpiar los 54 metros cuadrados del departamento.

Cuando termino, me quedan dos sensaciones. Una: creo que al baldear los pisos formé más engrudo del que habia antes. La otra: la hernia de disco no me deja doblar la cintura hacia ninguna dirección.

Cada día pienso más en que la empleada por horas llegará antes de saldar las otras deudas.

 

2013.08.28 Es como ir de camping

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Es como ir de camping

Estoy engañando a mis hijos.

Por: Daniel Zalman

 

Uno de los dilemas de un recién separado tiene que ver con saber cuando estará preparado para recibir a sus hijos en un ambiente confortable.

Al principio cuesta, ya que el inventario del nuevo departamento es más corto que conchero de vedette: dos sillas, una mesa, un colchón –eso si, de dos plazas–, tres platos, tres vasos y dos cubiertos y medio (arruiné un tenedor tratando de usarlo como destornillador).

Si hubiera que esperar el momento oportuno para recibir a los hijos, podrian pasar dos o tres años más. Así que la semana anterior decidí intentarlo. Compré dos colchones de una plaza –la tarjeta de crédito me suplica que deje de maltratarla– y me traje a los chicos el fin de semana.

Les cociné un excelente paquete de tallarines secos, con un excelente pote de crema, con un excelente sobre de queso rallado, con una excelente lata de duraznos de postre. Nos chupamos los dedos.

En mi caso fue literal, ya que ellos usaron los juegos de cubiertos completos, pero a mí me tocó el cuchillo solo. A la hora de los duraznos, caí en la cuenta de que no habia compoteras. O algo parecido.

Los comimos en vasos. A la hora de la merienda habia sólo dos tazas. No tomé nada.

A toda esta peripecia la disfracé como un divertido juego: el desafio era tratar de comer con utensilios no convencionales. La más pequeña se lo creyó. El de 14 años, no tanto.

Chillaron un poco cuando descubrieron que aún no tengo TV por cable ni Internet ni películas en DVD. Les dije que era como ir a un campamento, pero ellos lo veian más como una caverna prehistórica.

En la despedida, les prometí que la próxima vez habria tenedor y tazas para todos. No quise ilusionarlos tan rápido con las cucharas.

Cuando uno piensa en lo que tardó en equipar la casa que acaba de dejar de ser su casa, se da cuenta de que pasará mucho tiempo antes de repetir la experiencia.

Por suerte los chicos se la bancan y solamente me pidieron que la próxima vez les avise si, a la hora de volver, deben traer en sus bolsos la almohada, una frazada, los pijamas, cepillos de dientes, champú, el reproductor de DVD con las películas, el caloventor y el dulce de leche (galletas de agua tengo).

Calculo que en uno o dos meses ya estaré listo para decirles que dejen de traer el dulce de leche.

 

 
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