Un Haren en Casa

Un Harén En Casa

 

Graham Porter

 

[A Harem in the House]

 

 

Durante nuestra fiesta de bodas, mi esposa Eva sonrió sumisamente al vaticinar yo que a su debido tiempo me favoreceria con cuatro hijos. Me equivoqué únicamente en cuanto al género.

Toda nuestra descendencia se compone de cuatro hijas.

Aún recuerdo la conmoción que me causó la noticia de que mi primer varón habia resultado ser hembra. Cuando el Dr. Barkley me informó de este desconcertante acontecimiento, me quedé boquiabierto, mirándolo.

Durante todo el tiempo en que mi mujer estuvo encinta abrigué incontables sueños de llegar algún dia a gozar del compañerismo de mi hijo en el golf, en regatas y en caceria. Asimismo, me habia imaginado que se iria formando como un hombre mucho más apuesto y más notable que su padre.

Pero ahora... ¡una muchacha!. Estaba yo totalmente desprevenido para ser padre de una niña.

Aún estaba intentando adaptarme inmediatamente y de algún modo al nuevo papel que me deparaba la vida, cuando vi que una enfermera conducia a Eva sobre una camilla rodante y que venía hacia mí. La seguia a poca distancia otra enfermera que traia un nene en los brazos.

Ya pasaban frente al escritorio de la enfermera jefe del piso. Ya podia verles la cara. Mecánicamente comencé a andar, paso a paso, luego más rápidamente para salirles al encuentro. En un abrir y cerrar de ojos estuve con ellas.

Eva sonreia soñolienta, con alegria infantil. Traté de hablar, pero las palabras se me atascaron en la garganta.

¡Fue entonces cuando vi a mi hija!. Con extremo cuidado, reverentemente, alargué la mano hacia el bracito diminuto que salia de debajo de la manta. Vacilé un instante y luego, con las puntas de los dedos, toqué aquella delicada piel. La manita de mi hija, no mayor que el pétalo incipiente de una rosa, encontró mi dedo y se asió de él. Me invadió entonces la sensación más profunda y más fuerte que jamás he conocido. ¿Qué importaba que mi vástago fuera hombre o mujer?. Era mi propia hija y lo demás nada importaba.

- ¿Lo ves?- oí decir a Eva en un susurro.- Ya desde ahora quiere a su papá.

Dos años más tarde el Dr. Barkley salia de nuevo de la sala de operaciones para anunciarme, casi disculpándose, que nuestro segundo vástago era también mujer.

Al darme parte del nacimiento de nuestra tercera hija, el facultativo tuvo la precaución de no quitarse los lentes, sin duda para evitar recibir un puñetazo.

Y a la cuarta y última vez, el médico resolvió no hacerme frente. Dispuso, en lugar de ello, enviarme la acostumbrada razón con la enfermera más corpulenta del hospital.

Para guardar las apariencias de masculinidad, esperé que la enfermera hubiese desaparecido por el corredor antes de ponerme a bailar de incontenible alegria. El anhelo de tener un hijo se habia convertido en la máscara que ofrecia yo al mundo. El ser padre de niñitas era ya mi profesión y cada minuto en este oficio me hacía gozar... con algunas excepciones, naturalmente.

Todavia me desesperaba el tener que hacer caber botones diminutos en ojales aún más pequeños de delicados vestiditos de niña; aún se me agarrotaban los dedos a causa de cortar muñecas de papel, se me pelaban las rodillas por hacer de caballito en el piso de la sala y se me secaba la garganta de leerles repetidas veces un mismo libro de estampas a las princesitas de ojos maravillados que tenia yo sentadas en las rodillas.

Pero principalmente aún me costaba trabajo no enfurecerme con los niñitos de la casa vecina, que en ocasiones se aprovechaban de su superioridad física para echarles arena en la cara a mis hijas. Primero por necesidad y luego por gusto, el cuidar a mis niñitas llegó a ser mi máxima y más desconcertante prueba.

Ahora, 18 años después de iniciada mi carrera de padre de familia; Carola, nuestra hija mayor, está en la universidad. Julia, de 16 años de edad y Lynn, de 14, asisten a la escuela de segunda enseñanza. La desmelenada Robin, la menor, acaba de cumplir ocho. Durante todo este tiempo he descubierto centenares de razones de por qué ser el único varón atrapado en un hogar de mujeres puede ser una vivencia irracional, costosa y a veces exasperante. Por otra parte, solo un argumento puedo aducir en favor de tal circunstancia y es que no me cambiaria por ningún otro hombre de la Tierra.

 

Lógica femenina

Sin embargo, quien quiera que haya dicho que el mundo pertenece al varón, ciertamente no estaba pensando en mi familia. Rodeado eternamente de mis cinco mujeres muy a menudo me siento como un antropólogo que estuviera observando las costumbres de los aborígenes de algún extraño y lejano pais.

Examinemos, por ejemplo, la lógica femenina. La mayoria de los hombres se sienten sencillamente desconcertados por ella. En nuestra familia pasa por sentido común.

Todavia eran muy niñas mis hijas cuando caí en ello con abrumadora claridad. En la fria mañana de cierto sábado reuní a mi harén y bajamos al sótano para organizar una tarea familiar: la del limpiar el lugar de una acumulación de objetos inútiles. Les indiqué que la primera parte de nuestra tarea consistia en separar las pocas cosas que deseábamos conservar, de las muchas que debíamos desechar. Una hora más tarde observé consternado que el montón de desechos era casi inexistente, mientras que el de las cosas que habiamos de guardar aumentaba incesantemente.

- Esto es absurdo- dije a quienes quisieran oirme.- ¿Por qué hemos de guardar cosas que hace años no nos sirven para nada?. Por ejemplo, estas cintas de papel plateado de Navidad, todas enmarañadas... O estas cajas marcada "Llaves viejas oxidadas".

Examiné una caja que mi mujer habia colocado encima de la pila de objetos que íbamos a conservar y vi que sólo contenia aire rancio del sótano.

- Eva- le reclamé,- ¡esta caja está absolutamente vacia!

- Naturalmente- repuso ella.- Por eso mismo la quiero guardar.

Me entregó otras dos cajas un poco mayores, vacias también, diciéndome:

- Estas están perfectamente buenas; sólo me falta encontrar algo que convenga ponerles dentro.

Me mordia la lengua, amoscado, cuando vi que julia pasaba una muñeca andrajosa y sin brazos del montón de desechos al de lo que debiamos conservar. Fue un rudo golpe el comprender que mis propias hijitas habian caído ya víctimas del instinto femenino de acumularlo todo. De repente, al parecer, todo objeto que estuviese roto o maltratado se convertia en hallazgo demasiado precioso para desprenderse de él. Alcé una gran caja de cartón casi desecha y soplé el polvo que cubria en su ya descolorida etiqueta, escrita de puño y letra de la madre de Eva y que decia: "Cinturones inservibles por demasiado grandes". La leí en voz alta. Me volví a mi esposa y con franca curiosidad le pregunté:

- ¿Qué crees que significa eso?.

Me miró como si estuviese yo buscando intencionalmente un motivo de discordia y repuso:

- ¡Supongo que significará exactamente lo que dice!.

Ya era demasiado tarde para echarme atrás.

- Pero, ¿demasiado grandes para quién?- inquirí.

- Para la gente. ¿Para quién, si no?. Francamente, mi amor: ni siquiera estás tratando de ayudarme.

- Si que lo estoy. Y desesperadamente- le aseguré.- ¿Pero para qué guardar cinturones que no sabemos para quiñen resultan demasiado grandes?. ¿Para tu abuelo, quizá?. ¿O para el gigante Goliat?.

La respuesta de Eva rebosaba de lógica femenina:

- ¿Cómo te sentirias tú si alguien tirase los cinturones que te quedaran grandes?.

Con un gran esfuerzo me abstuve de decir esta boca es mía. Consideré más noble soportar en silencio los dardos y las flechas de mi mujer, que alzarme en armas y con ello exponerme a acabar con nuestro matrimonio. Era evidente que no adelantaria yo en la limpieza del sótano hasta que me dejaran solo, a fin de poder aplicar al problema la práctica frialdad de mi intelecto masculino.

Por fin vi la oportunidad de ejecutar en serio el trabajo cuando, poco antes de la hora del almuerzo, Eva se retiró al piso superior seguida por sus hijitas. Yo me quedé en el sótano, con la firme intención de vaciar enseguida el contenido de un estropeado baul. Pero no bien hube iniciado la tarea, saqué de él un viejo suéter que me habia ganado en el equipo de fútbol del colegio. Después de mirar escaleras arriba para asegurarme de que nadie me estuviera observando, me coloqué la prenda sobre el pecho y nuevamente contemplé con orgullo la enorme letra roja que el suéter lucia.

Me senté sobre la barandilla de una cuna rota, sosteniendo todavia sobre las rodillas el suéter, súbitamente inapreciable y saqué de mi baul un puñado de toscos dibujos a lápiz de color, obra de mis hijas, de un año atrás más o menos: meros garabatos y borrones. ¿Para qué guardarlos?. Nunca los enmarcaríamos. Jamás los sacaríamos para mostrarlos a nuestros amigos ni a nuestras relaciones de negocios.

En realidad, no tenian otra utilidad que la de aumentar la aglomeración de sótano. Aún así, con la debida reverencia, los coloqué dentro de una conveniente caja vacia que rotulé en letra gruesa: Para guardar.

Comprendí entonces con un sobresalto que en realidad la lógica femenina no es, bien mirado, muy distinta de la masculina. O bien es sumamente contagiosa.

 

Problemas de un padre que trabaja

Un dia, cuando tenia diez años, Carola estaba con Janis Talley, su amiga íntima de toda la vida, comiendo patatas fritas en la cocina. Terminaba el mes de junio y oí en labios de mi hija, que se dirigia a su madre, la pregunta inevitable de los niños que al concluir el año escolar se encuentran confusos:

- ¡Caramba, mamá!. ¿Qué haremos Janis y yo este verano?.

Hice una pausa en mi tarea de aceitar un par tijeras de jardín, para pensar en cuanto trabajo me ahorraria yo si un hijo varón me formulara aquella misma pregunta. Aún antes de que acabara de hablar, ya tendria en las manos las tijeras de jardín. Y al terminar de podar los setos, mi hijo podria segar el césped, rastrillar el jardín y limpiar el garage. Pero mientras yo me regodeaba soñando despierto, la madre de Carola les indicaba a ella y a su amiguita una ocupación más propia para señoritas.

- Las dos han tomado lecciones de ballet desde que tenian cinco años. ¿Por qué no organizan una clase de ballet entre las niñas del barrio?.

La propuesta halló aceptación inmediata y antes de que uno pudiera decir Nijinsky o Pavlova, las dos chicas ya habian comenzado a organizar la escuela de baile. Entonces me pareció una buena manera de ocupar unas cuantas horas del verano, pero poco sospechaba el enorme efecto que aquella sencilla resolución iba a tener en mi propia vida.

Al Final del verano Carola y Janis podian ufanarse de tener en la clase seis alumnas, todas intensamente adictas a ellas y que tenian entre tres y siete años. Tan notable éxito las animó a continuar durante todo el siguiente año escolar.

Mes tras mes el plan se fue incrementando más y más. Pero, al contrario de lo que sucede en el varonil mundo de los negocios, regido por ciertas leyes económicas, cada aumento de tarifas traia una nueva oleada de madres ansiosas de matricular a sus niñitas. Por consiguiente, Carola y Janis tuvieron que aumentar las clases a tres por semana.

No es que yo tuviese envidia por el éxito de mi hija. Tampoco me quejaba de la incomodidad física que hube de sufrir al transformarse mi casa en un estudio de ballet. Durante todo el invierno, los sábados por la mañana, tenia los pies yertos por las corrientes de aire helado que atravesaban la casa a causa del desfile de muchachitas que, pese a todas mis súplicas, nunca se acordaban de cerrar la puerta al entrar.

Pero si la política de "puerta abierta" no era de mi agrado, sí complacia indiscutiblemente a nuestros perros, que toda la semana esperaban esta oportunidad de escaparse a la calle para jugar entre los coches que llegaban y salian. Una mañana tras otra, mientras corria yo en pantuflas por la nieve tras nuestros animales, no podia menos que pensar en una irónica verdad de la vida: cuando un hijo emplea en casa sus energias juveniles, tiene a aliviar la carga de trabajo de su padre; cuando se trata de una hija... ¡mucho cuidado!

Cuando hay que rodear el estudio de barras propias para el ballet, ¿a quién acude una niña?. Cuando ésta siente la necesidad de pasar cuentas que tengan el debido sello comercial, ¿quién es la persona más indicada para redactarlas?. Y en ocasiones especiales, tales como la Navidad, cuando varias docenas de chiquillas vestidas con calzas negras, se sientan en círculo en el piso, esperando, ávidas de emoción, el momento más grato del año, ¿a quién puede acudir su joven maestra para que haga el papel de San Nicolás?. ¿A quién sino a este cansado viejo que ustedes ya conocen?.

Así, detrás de la puerta del estudio, con los brazos llenos de diminutos frascos de perfume, San Nicolás se ajusta por última vez el disfraz antes de salir, lanzando gozosos gritos, en medio de aquellas bailarinas en flor.

Y cuando ya se ha marchado la última, el legendario personaje se retira a la esquina más oscura del sótano para cambiarse la ropa por otra, quizá no tan colorida, pero más práctica. Con un suspiro de desconsuelo sale entonces a reanudar la tarea de quitar la nieve de la entrada del garage. De vez en cuando hace una seña de saludo a los chicos de la vecindad, que, a instigación de sus indolentes padres, se ocupan en idéntico trabajo.

 

Lo que vale es la intención

Aunque la historia consigna debidamente los triunfos del ingenio masculino, muy poco caso ha hecho de las no menos asombrosas improvisaciones de las mujeres en general. En nuestra familia esta inventiva se manifiesta especialmente cuando hay que hacer regalos, ya con ocasión de la navidad, ya en los onomásticos. Hace años algunos solian ser simplemente decorativos, como aquellas toscas pero bellas impresiones en yeso de las manos de un niño o cintas de trofeo recortadas en papel y que llevaban la lisonjera leyenda de: "Al mejor papá del año".

Pero también habia regalos útiles: trapos, decorados con corazones, para limpiar los zapatos o recipientes para colocar lápices, recipientes hechos de latas de jugo de naranja pintadas. Pero siempre los presentes que más agradecia yo eran las libretas de cupones que podian canjearse por premios tales como un desayuno en la cama, diez estrechos abrazos, 50 besos o una garantia vitalicia por todo el cariño de este mundo.

Pero es sobre la madre de las niñas en quien recae todo el peso de la complicada fabricación de regalos. Después de varios años de confeccionar blusas, vestidos y abrigos para las hijas y para sí, Eva se considero al fin lo suficientemente preparada para hacerme a mí una chaqueta de paño. Dia tras dia cortaba y pegaba fragmentos de patrones de prendas masculinas en pasmosa profusión por los pisos de toda la casa. Por la noche, mucho después de que el resto de la familia se habia retirado a dormir, ella solia seguir consagrada a su tarea; cosiendo, cortando y planchando; así como retorciéndose las manos de angustia, temerosa de que todas sus labores resultaran en una camisa de fuerza de casimir escocés. Que mejor que a mí, le vendria a alguno de nuestros perros.

Pero el dia de Navidad por la mañana, entre los aplausos de toda la familia, mi mujer me probó la chaqueta, que me vino a la perfección. Desgraciadamente, al tratar de abotonármela, la mano me resbaló en el vacio. Sonreí fingiendo torpeza, aunque secretamente acababa de descubrirle a mi nueva y maravillosa prenda algo que me impediria usarla nunca, salvo en la más rigurosa intimidad del hogar: ¡mi mujer le habia hecho los ojales del lado opuesto!.

 

Fígaro improvisado

Así como el primer salto del paracaidista es el más temido, las primeras complicaciones de los padres de familia en situaciones totalmente nuevas son las que más nerviosismo producen. Y, quiéranlo o no, al primogénito es a quien corresponde educar a sus padres acerca de las inevitables costumbres de la juventud.

Después de haber llegado Carola a la pubertad, la manzana de la discordia más frecuente y prolongada entre madre e hija era la referente al peinado de la chica. La madre queria que llevase el cabello hacia atrás para que le dejara la frente despejada. Carola, por su parte, pensaba que eso ya estaba pasado de moda. En cuanto a mí, no me parecia de tan trascendental importancia como para provocar debates tan prolongados y estériles.

- ¡Válgame Dios, niña!- dijo Eva a su hija de 12 años un domingo a la hora del desayuno.- ¡Pareces más un perro de lanas que la mayoria de los perros de lanas!. ¡Lo mejor sería pedir una cita en la peluqueria para hacerte una permanente!- la amenazó luego.

- Sabes muy bien que detesto las permanentes, mamá- replicó Carola, irritada.- Me hacen estremecer, como meter el dedo en un enchufe eléctrico.

Tomé la edición dominical del diario y me la leí de cabo a rabo. Cuando al fin terminé el periódico, madre e hija seguian aún liadas en la misma discusión, pero ya a un volumen mucho mayor.

Hasta que Eva se hubo marchado con las tres hijas menores para pasar un dia de campo, no pude aplicar mi propia sabiduria al asunto.

- Ya va entrando el verano- le dije a Carola.- ¿Por qué no te cortas el pelo al desgaire y sanseacabó?. Así podrias seguir usando el peinado hacia adelante y no tendrás que someterte al martirio de otra permanente.

Al principio frunció la naricita pecosa, a modo de negativa. Pero después de que le hice ver lo cómoda que se sentiria en tiempo de calor, comenzó a considerar la propuesta más en serio. Y de pronto soltó una carcajada.

- Si... Será muy divertido darle la sorpresa a mamá.

Carola se quedó pensativa por un momento, luego me miró con una sonrisa picaresca y me dijo:

- Papá, tú nos has contado que cuando estabas en la armada, tú y tus compañeros se cortaban el pelo unos a otros. ¿Por qué no me lo cortas a mí?.

Fruncí el entrecejo, bajando la vista. Era verdad que hacía 20 años les habia servido de barbero a mis compañeros del servicio naval. Sin embargo, ellos sabian que no tocaríamos tierra por espacio de seis semanas, tiempo suficiente para que cualquier error barberil se hubiera remediado por sí solo. Por otra parte, si me declaraba temeroso de aceptar la prueba a la que me sometia Carola, de un momento a otro ella podria valerse de la prerrogativa femenina de cambiar de parecer, para no cortarse ni un solo mechón.

Cinco minutos después los dos reíamos con nervios de preocupación, mientras ella tomaba asiento en un sillón de la sala, envueltos los hombros en una toalla y yo empuñaba tijera y peine con un tonto ademán de barberil competencia.

- No puedo asegurarte que el nuevo corte de pelo resulte muy atrayente a los ojos de los jovencitos- advertí.

Carola se encogió de hombros.

- No importa. De todos modos, no aguanto a los muchachos.

Ya con este indiscutible voto de confianza, le corté el primer bucle. Pocos minutos después me retiraba unos pasos para observar el trabajo hecho en un lado de la cabeza. Pero al tratar de dar igual forma en el otro, mi tijera corto un poco más de la cuenta. Esto, claro está, requirió un corte equivalente del lado opuesto. Cuando al fin puse término a mis esfuerzos para igualar los dos lados, no fue por haber concluido el trabajo en mi entera satisfacción, sino sencillamente por no disponer de más cabello que cortar.

¡Bueno -pensé para mis adentros-, al menos el moderno peinado de carola le proporcionará a su cuero cabelludo el verano más fresco de que tenga memoria!.

Durante toda la operación, Carola no pudo haberse mostrado más alegre. Reimos aún cuando le retiré la toalla de los hombros. Cuando corrió al espejo de su dormitorio para gozarse en la contemplación de su novísima personalidad, yo empecé a recoger del piso la profusión de rizos cercenados. En esto llegaron Eva y mis otras tres hijas. Saludé a mi esposa con una sonrisa de triunfo.

- tu perrito de lanas ya no existe- le dije, señalando con la cabeza hacia el dormitorio de Carola.

Un instante después se desató la tempestad. Madre e hija se abrazaron y prorrumpieron en sollozos. Yo mudo, indefenso y al mismo tiempo atónito, era víctima de sus miradas de escarnio. Me preguntaba qué extraño capricho de compatibilidad femenina las habia aliado repentinamente contra mí, que en verdad les habia solucionado el problema, causa de su reciente y enconada disputa.

 

 

Damitas en aprietos

Cuando las tres niñas mayores tuvieron edad de asistir al campamento veraniego, me parecia que la madre las equipaba con mayor abundancia de lo que se equipó el almirante Byrd para pasar un año aislado en el polo sur. Pero me equivocaba; todos los dias el correo nos traia un cúmulo de peticiones: que líquido para repeler insectos, que sellos postales, perchas de ropa, revistas, guitarras, confites... hasta cepillos de dientes para reemplazar los que las chicas habian perdido en el lago.

Si las hijas le hubieran hecho tales demandas en casa, muy pocas (si algunas) hubiesen logrado que se las satisficiera la madre; pero estando las niñas desterradas en el desierto, ninguna solicitud era excesiva y recibia cumplimiento inmediato. No importa en que ocupación se hallara Eva, al llegar el cartero mi mujer lo dejaba todo para salir a la carrera en busca del material requerido y enviarlo sin tardanza por correo.

Una tarde, al llegar a casa, hallé a Eva aplicando tintura amarilla a un par de zapatos deportivos, recién comprados.

- ¿De qué se trata?- le pregunté, a la vez que notaba con desaliento que mi mujer no habia dado siquiera los primeros pasos para preparar la cena.

- El amarillo es el color del grupo en que está Carola- me explico Eva.

Reparé entonces en un gorro y un jersey amarillos que estaban listos para ser empacados.

- ¿No te parece que eso es exagerar el afán de identificarse con el grupo?.

Mi mujer se me quedó mirando, atónita por la ingenuidad de mi pregunta.

- Carola tiene ya 12 años. ¡No pretenderás que vaya desnuda por los bosques!

Desde otro campamento Julia nos escribió contándonos del robo más audaz ocurrido desde la época del temible bandolero Jesse James. Julia y sus compañeras de cabaña se habian introducido subrepticiamente a medianoche en casa del guarda y habian robado el badajo de la campana. Como consecuencia de la aventura habian vuelto a recompensar a Julia con lo que era su mayor deleite: el de ser lanzada al lago totalmente vestida.

- ¿Y para eso estamos pagando?- le pregunté a Eva.- Por mucho menos podríamos contratar a una persona de aquí para que la zambullera cada media hora...

- No, hombre, no- replicó mi mujer.- Parece que no comprendes lo que eso significa. Quienes la echan al lago son niñas mayores que Julia y a quienes ella admira muchísimo. Representa, pues, un honor.

- Ah, si, ahora comprendo- dije, pero claro está que no entendí ni pizca.

Deseoso de pensar más a fondo en el asunto, me retiré a la habitación contigua, empujé a un lado algunos de los 27 muñecos y animales de felpa que habia sobre la cama de Lynn y me senté solitario en medio de ellos. Pero no bien acababa de hacerlo cuando Eva entró en el aposento, agitando en la mano una de las garrapateadas cartas que nos habia mandado nuestra hija de ocho años.

- Lynn se muere sin Melcocha- me dijo.

- Pero si ayer mismo le mandaste un paquete de caramelos- le respondí.

Alargando la mano sobre mi hombro, mi mujer tomó una muñeca enorme y andrajosa.

- Esta es Melcocha- me explicó.

Después de contemplar el único ojo de botón y la cabeza casi desprendida de la muñeca, Eva dio un suspiro y se fue hacia el costurero.

A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, la muñeca, ya en parte reparada, estaba sentada provisionalmente junto a mi plato y parecia mirarme con expresión de tristeza. Mi esposa aprovechó para hacerme la primera petición del dia:

- ¿Podria enviarle la muñeca a Lynn esta misma mañana?. Estoy segura de que llegará más pronto al campamento si la mandamos desde la oficina postal del centro.

Y enseguida me informó que además tendria que valerme de alguna persona de la oficina para que la empacara.

- Lo siento, hijo- me explicó,- pero no he encontrado una caja de cartón apropiada.

Mordí mi tostada con más violencia que de costumbre.

- ¿Y las cajas vacias que durante tantos años has estado guardando en el sótano?.

- Las pocas que quedan son demasiado pequeñas.

- ¿las pocas, dices?. ¡Tienes allí cajas suficientes como para llenar las bodegas de un barco entero!.

- No, ya no las tengo. Sabía que te molestaban, así que el mes pasado las vendí casi todas.

- ¿Quieres decir que hay gente capaz de darte dinero por ellas?.

- A las mujeres les son indispensables las cajas vacias. Me pagaron hasta diez centavos por cada una de las mejores.

Sentí que se me ponian tensos los dedos, mientras distraídamente alisaba la falda de guinda de Melcocha.

- Si mal no recuerdo, ese fue el precio a que vendiste mi suéter favorito.

- ¡Ea, hombre!. No vamos a discutir por eso otra vez. Sabes muy bien que el tal suéter estaba comido por la polilla.

- Claro está que no era para lucirlo en fiestas ni ponérmelo para la oficina, pero me gustaba tenerlo a la mano.

Aunque ya era hora de marcharme para el trabajo, me quedé un rato más haciendo un berrinche plenamente justificado.

- Le tenia verdadero cariño a ese suéter, mujer- añadí.- Es exactamente lo mismo que siente Lynn por Melcocha.

Eva, con la taza suspendida en el aire, trataba de reprimir una sonrisa de provocación.

- Pero, amor mío, tú eres un poquito mayor que Lynn. ¿No recuerdas que ella solo tiene ocho años?.

Sin decir otra palabra (principalmente por no ocurrírseme ninguna) me metí a Melcocha bajo el brazo y salí rumbo a mi despacho. No fue sino hasta después de haber estacionado el coche en el garage de costumbre y haber emprendido la rutinaria caminata de tres manzanas hacia la oficina, cuando me di cuenta penosamente de cuánta es la atención que puede atraer un hombre hecho y derecho con sólo llevar bajo el brazo una muñeca de trapo.

 

¡Ay, pobre papá!

Miré el reloj y vi que aún faltaba una hora para que Carola regresase (en el automóvil de una condiscípula) de su primera fiesta de chicas y muchachos en la escuela. La nerviosidad que la sola idea de ir provocó en Carola, a pesar de que asistia con sus tres amigas predilectas, corria pareja con la preocupación que me causaba la timidez de que la niña era presa con todos menos con sus más íntimas compañeras.

Estábamos Eva y yo leyendo en la cama, cuando sonó el teléfono.

- ¿Papá... ? Oime...

Siguió una pausa, luego un lloriqueo.

Me incorporé alarmado:

- ¡Carola!, ¿qué te pasa?.

- ¿Quieres venir a buscarme?.

- Si, iré enseguida. Pero, ¿qué te sucede?.

- ¡Ay, papá!- repuso echándose a llorar.- No me he divertido nada. Nadie ha querido bailar conmigo. Date prisa. Te esperaré a la puerta del gimnasio.

Salté de la cama para vestirme a la carrera.

- ¡Malditos muchachos! exclamé con rabia.- Son tan ciegos que no se fijarian en Miss Universo si la tuviesen adelante.

- No te sulfures, hijo- me dijo Eva.- Yo la compadezco tanto como tú; pero créeme, el estado de ánimo de Carola es muy corriente a su edad. Ya se que te oponias a que fuese a la fiesta de esta noche, pero lo que pasa es algo que tiene que aprender. Todas las chicas tienen que pasar por el mismo trance.

No le contesté; ya iba yo bajando a saltos la escalera. Cinco minutos después hacía entrar el coche por la calzada circular de la escuela y frenaba con un chirrido. Carola estaba en la puerta del gimnasio y a la carrera vino a sentarse a mi lado y por fin pudo dar rienda suelta a los sollozos que habia estado reprimiendo.

- ¡Vaya, vaya!- le dije, dándole unas palmaditas en la espalda.- No te dejes acobardar por lo sucedido.

- Es que soy tan poco atractiva...

- Eso no es cierto, Carola y tú bien lo sabes.

- Soy fea y tonta.

- Estas diciendo necedades. Es que estás cansada y turbada. A todos nos pasa de vez en cuando.

Hubiese querido hallar palabras de consuelo más eficaces, pero nada de lo que yo le decia aplacaba su llanto y nada me conmovia más que ver lágrimas en los ojos de cualquiera de mis hijas.

- ¿Quieres que paremos en la heladeria a tomar un refresco?- le pregunté.

- No, papito; tengo los ojos muy colorados. Lo único que quiero es volver a casa y acostarme.

Durante las pocas calles que faltaban sufrimos juntos en silencio. Anhelaba yo estrecharla entre mis brazos y prometerle que jamás volveria a exponerse a un desengaño. Pero ello hubiera sido una insensatez.

- Nunca volveré a ningún baile- declaró, prorrumpiendo otra vez en sollozos.- Jamás en la vida...

- Irás a muchos y serás la reina de las fiestas- le contesté.

Al doblar por la calle en que viviamos, ya rumbo a casa, le acaricié la mejilla húmeda y adoptando un nuevo plan de acción, le dije:

- Comprendo que la vida pueda parecerte injusta y a veces lo es, en efecto. Pero hay que hacerle frente, disfrutarla tal como es y seguir adelante.

Le di luego mi pañuelo para que se enjugara las lágrimas antes de verse con su madre.

- El mundo cambia mucho según se lo mire, te lo aseguro- seguí diciéndole.- Si lo miramos con ojos tímidos, es un mundo que nos sobrecoge de terror; si lo contemplamos con tristeza, no veremos más que congojas; si lo observamos con cinismo, nunca nos faltará qué critica. Podemos ser enemigos del mundo o sus aliados. Y si estamos de su parte, bien puede ser un lugar grato de veras. No lo será en todo minuto, claro está; ni quizá tampoco todos los dias, pero si la mayor parte del tiempo.

Eva nos estaba esperando cuando entramos en casa.

- Estás cansada, hijita- le dijo a Carola.- Ve a darte un baño caliente y métete luego en la cama.

Más tarde Eva estuvo en la habitación de Carola, charlando con ella durante media hora, mientras yo fingia abstraerme en la lectura de un libro. Luego las dos aparecieron en la sala.

- Carola quiere darte las buenas noches- me dijo Eva.

La niña tenia aún los ojos inyectados, pero ya secos. Sonrió con esfuerzo y luego me dio un beso.

- Buenas noches, papito.

Se pudo la punta del dedo bajo la barbilla y girando los ojos hacia el techo, hizo una cómica mueca. Era su manera de decirme tácitamente que ya se habia recobrado del episodio y que ya la vida comenzaba a parecerle más de color de rosa. Riendo de su ridícula expresión, le contesté con otra mueca y la mandé a la cama.

- ¿De que estuvieron hablando Carola y tú?- le pregunté a mi esposa en cuanto estuvimos solos.

- De muchas cosas. La niña ha comenzado a aceptar más filosóficamente el incidente de esta noche, ya que ha tenido tiempo de pensar en lo ocurrido. Casi ninguna de sus amigas bailó tampoco; todas se asustaron y buscaron refugio en el tocador de señoras. ¡Claro está que no podian esperar que nadie las sacara a bailar!.

Eva me miró sonriente.

- ¿Sabes, hijo?. Carola hubiera estado mucho más afligida si se hubiese quedado en casa en lugar de ir a la fiesta. Ella misma me lo acaba de decir.

Moví la cabeza, confundido. Mi cara mitad me acarició la mejilla, como si fuese yo un gran San Bernardo, ingenuo y bien intencionado.

- Me parece que la noche ha sido más dura para ti que para la propia carola- me dijo.- Tu hija tiene el corazón bien puesto, ya lo verás.

 

Primera salida

El único consuelo que me proporcionó comprender que mi hija mayor pronto comenzaria a salir de paseo con muchachos, fue que ello me relevaria de mis nocturnos deberes de chofer, que nunca habian consistido simplemente en proveer transporte sólo para mis hijas. Siempre se nos agregaban media docena de niñas ajenas.

La mayor parte de las veces, con el asiento trasero lleno de jovencitas parlanchinas, me costaba trabajo enterarme adónde íbamos, por qué y con quien. El proporcionarme estos prácticos informes quedaba totalmente olvidado en medio de una algarabia en que se cambiaban noticias más dramáticas.

- ¿Viste a Esteban esta noche?. ¡Llevaba el cabello peinado hacia atrás!. ¡Imagínate!.

- ¡Cómo!. ¿Entonces ya no usa melena?. ¡Uy!. ¡Qué horrible!.

Sólo de vez en cuando lograba yo meter mi cuchara para informarme de cual de las chicas era la que debia dejar primero y acerca de la mejor ruta para llegar a donde nos dirigíamos. Y aún cuando tenia yo la buena suerte de que alguien me diese alguna vaga respuesta, raras veces me era útil la información. Aparentemente hay en el femenino mecanismo cierta deformación que le hace extremadamente difícil distinguir entre norte y sur o entre izquierda y derecha. Por consiguiente, me parecia que por cada una de tales misiones cumplidas con éxito, la puerta de nuestra camioneta hubiera debido lucir una estrella de oro en señal de otra noche de paternales servicios ejecutados con ejemplar heroismo.

Por fin llegó la noche que por mi parte anhelaba a la vez que temia; Carola, que ya tenia 14 años, habia sido invitada por un chico a su primera fiesta: el baile de fin de año del colegio. Así se originó una nueva serie de problemas.

Carola estaba nerviosa pensando acerca de que tema podrian hablar ella y un muchacho durante cuatro horas seguidas. Siendo persona muy metódica, no solo hizo una lista de 20 posibles asuntos de conversación, sino que envió además una carta a la consejera del campamento al que habia asistido el verano anterior; carta en que le planteaba una serie de preguntas tocantes a la mejor manera de salir airosa del lance.

La madre de Carola, por su parte, le ofrecia consejos:

- A todo muchacho le encantan que lo adulen- le decia.- Hazlo hablar de sí mismo y te juzgará irresistible.

Levanté la vista del cordón eléctrico de un estropeado secador de cabello que trataba yo de reparar.

- ¡Por Dios!- protesté.- No comiences a enseñarles a tus hijas esas pequeñas argucias femeninas. Pronto les estarás dando lecciones acerca de como derramar lágrimas a voluntad.

- No pretendo recomendar a Carola que se muestre solapada- repuso Eva.- Es solo que cualquiera se siente a gusto cuando habla de su propia persona.

- Por favor, mamá- intervino Carola.- Bastante difícil resulta esto de tener una cita sin que tú trates de dirigirla a control remoto. Voy a aprenderme de memoria la lista de temas de conversación que me hice y se los iré soltando a mi galán uno a uno.

Luego se paseó a lo largo de la sala con paso incierto, ensayando el porte de una gran dama con sus nuevos zapatos de taco alto.

- Y les suplico- agregó- a ti y a papá, que no lo hagan sentirse cohibido cuando venga a buscarme.

Eva suspiró profundamente, cual gamo herido.

- ¡Niña, por Dios!. ¡No creerás que tu papá y yo no sabemos como portarnos!. Tienes que hacer pasar al muchacho y presentárnoslo como es debido.

Carola dejó escapar un suspiro de desesperación.

- ¿Ay, papá!. ¿Crees tú que será necesario?.

- Naturalmente- le dije.- Estaremos aquí en la sala, tan frescos y tranquilos como si esto ocurriera todas las noches.

- Papá, por favor. Pretendes hacer una broma de algo que para mí es lo más serio en que jamás me he metido en la vida.

Eché los brazos al cuello a mi pelirroja hija.

- Todo saldrá a las mil maravillas- le dije, besándola en la mejilla.- El joven que va a salir de paseo contigo debe considerarse muy afortunado.

Carola estuvo lista con media hora de anticipación a la llegada de su galán. Los minutos transcurrian lentamente y ella, sentada al borde del sofá, distraídamente le sacaba los hilos a un cojín. Cuando al fin sonó el timbre, la niña corrió a su dormitorio. También sus tres hermanitas desaparecieron a regañadientes, si bien por la puerta entreabierta de sus habitaciones estuvieron atisbando con la esperanza de echar una mirada al trascendental encuentro.

Ya preparado el escenario, me adelanté hacia la puerta principal con el sentimiento que debe experimentar el púgil que va a encontrarse con un contrincante desconocido. El adversario, sin embargo, estaba muy lejos de parecer tan formidable como me lo habia imaginado. En realidad, parecia un niño particularmente tímido, como un monaguillo que se hubiera pasado el dia entero lavándose la cara para ofrecer tan radiante aspecto. Al presentarlo a la madre de Carola, me llamó poderosamente la atención el enorme espacio que habia entre la trémula nuez del muchacho y su alquilada camisa de etiqueta.

Al arribo de Carola a la sala, los dos jóvenes se sonrieron tímidamente, pero sin que sus miradas llegaran a encontrarse del todo. El muchacho sacó súbitamente una cajita con una flor que traia a la espalda. Y se la alargó a mi hija como si fuese un objeto molesto. Eva prendió la gardenia al corpiño del vestido de su hija y vi que la mano le temblaba. Un instante después la joven pareja habia desaparecido entre las tinieblas de la noche.

Al oir el ruido del automóvil que se apartaba de nuestra puerta y se perdia en la calle, me desplomé sobre un sillón, emocionalmente exhausto.

¡Y pensar que para nuestra familia esto era solamente el comienzo de una inevitable serie de lances parecidos!.

 

Función de despedida

Me asomé tímidamente desde detrás del telón: el salón de actos del colegio estaba colmado de padres de familia, parientes y niños. Esta sería mi última actuación como artista auxiliar en las funciones anuales de ballet que dirigian mi hija mayor y su amiga Janis. Terminada la representación de hoy, la compañía se disolveria para siempre; sus empresarias ingresarian en la universidad en el otoño.

El máximo esfuerzo ocurria siempre en junio, cuando llegaba la hora de cerrar el año escolar con una función en que los padres de familia pudieran ver lo que habian aprendido sus hijas.

Desde varias semanas antes comenzaban los preparativos: primero habia que inventar el tema, luego diseñar el vestuario, elegir un local para acomodar un público cada vez más numeroso, preparar los programas, hacer los decorados, escoger a las niñas que debian hacer los papeles principales y buscar al único varón de la pieza, quien representaria el papel de traidor o de viejo cascarrabias. Y Carola no tenia hermanos; sólo a su padre.

- Mira, hijita- le habia dicho yo, seis semanas antes de la función-: este año tendrás que buscar a otro para hacer el papel del fabricante de juguetes, pues yo estaré muy ocupado con otros asuntos.

Esa misma noche le reiteré mi decisión a mi esposa:

- Este año seré inflexible- le anuncié resueltamente.- Eso de que un hombre hecho y derecho tome parte de una función de niñitas, me parece sencillamente ridículo.

Dos semanas más tarde, mientras Carola y Janis estaban cortando patrones para los 30 trajes que debian confeccionar, les pregunté a quien habian escogido para el papel masculino.

- A nadie todavia, papá.

- ¿No han pensado en Tomás?- pregunté refiriéndome al novio en turno.

- Estará fuera de la ciudad- contestó Carola.

Entonces no exploré más a fondo el punto. No se por que a Carola parecia tenerla sin cuidado el problema. Eva, por su parte, guardaba silencio, sonriendo para sus adentros.

Diez dias más tarde, al relevar a Carola de sus ineptos intentos de clavar un decorado, nuevamente le preguntaba yo si ya habia encontrado la persona para representar al fabricante de juguetes. Otra vez fue negativa sus respuesta.

- ¿Y Pedro?- le insinué, refiriéndome a un muchacho vecino.- ¿No les servirá?.

- No tiene el tipo necesario- afirmó, encogiéndose displicentemente de hombros.

Luego alzó sus azules ojos y los clavó en los míos, implorándome:

- Lo que necesitamos es una persona que ponga toda el alma y todo su ser en el papel... Alguien como tú, papá.

Esa noche casi no dormí. La apasionada súplica de mi hija parecia desafiar mi viril orgullo. Aún así, a la mañana siguiente, a la hora del desayuno, me mantuve inflexible como el Peñón de Gibraltar. Lo cierto es que hasta ya entrada la tarde no telefoneé a Carola desde la oficina para capitular.

- ¡Gracias, papá!- exclamó alegremente.- ¡Estarás estupendo!. Tu disfraz ya está listo, hecho a la medida.

Dos semanas más tarde, cuando atisbaba yo entre el telón por última vez, todas las butacas del salón parecia estar ocupadas. Cuando las luces del salón comenzaron a apagarse, me volví tras los bastidores a reunirme con mis liliputienses compañeras de escena.

Se inició la música, ya grabada, se alzó el telón y dio comienzo.

Salieron a escena tres diminutas abejas, que pasaron zumbando a mi lado para ejecutar su baile; luego siguieron las ardillas, los conejos y los soldaditos de juguete. Yo las observaba mientras todas aquellas criaturas de juguete interpretaban un número al compás de la música, cada vez más lento, hasta que, con una sacudida final, se quedaban inmóviles, en una variedad de rígidas actitudes mecánicas. Cinco doncellas campesinas, algunas dos veces más altas que otras, entraron en escena ejecutando piruetas de fingida congoja en medio de los juguetes cuya cuerda se habia agotado. En ese instante Carola me tocó en el hombro.

- Ahora es cuando entras tú, fabricante de juguetes. Anda, aleja a las doncellas y dale cuerda a los juguetes. Después de eso quédate saltando alrededor o haciendo cualquier cosa, hasta que yo te diga "Psst". Entonces saldrás del escenario, moviendo la cabeza y refunfuñando.

Durante el minuto y medio siguiente logré improvisar una maniobra que consistia en ejecutar varios giros y chocar los talones entre sí, al pasar de las ardillitas a las muñecas, fingiendo darles cuerda con una enorme llave que les introducia en el fingido agujero que tenia en la espalda, hasta que una por una iban todas reanudando su baile mecánico. Al recibir de mi hija la señal convenida, me retiré tras de bambalinas, jadeando un poco, pero no agotado aún. Tres veces más tuve que presentarme ante el público, desempeñando mi papel con todo el ánimo que me permitian la peluca, que se empeñaba en resbalárseme y el bigote, que me hacía cosquillas.

Al caer el telón por última vez, cuando toda la compañia se habia reunido para hacer el tumultuoso gran final, era evidente que la función habia sido un triunfo. Después de haber hecho salir a todos los participantes, el público reclamó a coro que salieran Carola y Janis. Cuando ambas aparecieron en el proscenio, todo el mundo se puso de pie para tributarles una ovación.

Dos de las abejitas más pequeñas salieron corriendo del escenario y cada una volvió con los brazos cargados de rosas encargadas. De una butaca de la primera fila se adelantó una madre con dos pulseras que llevaban corazones de plata, en los cuales se habian grabado los nombres de las 30 alumnas.

Terminaba un capítulo de la vida. Hacía seis años dos jovencitas que no sabian en qué ocupar su tiempo, habian iniciado una escuela de baile para no estar ociosas durante el verano. Habian pasado por sus puertas 150 alumnas y las dos jovencitas podian recordar una obra que les habia enseñado la satisfacción del triunfo personal y el placer de ejecutar bien una tarea. Con lágrimas en los ojos y rosas en los brazos, abrazaban con sus sonrisas al público que las aplaudia.

De chica, Carola habia sido tímida, insegura de sí. Pero poco a poco, con el estímulo y el amor de la familia, habia ido cultivando su confianza; primero en ciertos aspectos, luego en otros, hasta que ahora se presentaba al público con el aire de una serena y resplandeciente princesa. Adentro, entre bastidores y oculto a la vista del público, el viejo fabricante de juguetes, emocionado, se enjugaba los ojos con el dorso de la mano antes que cierta personita de cara angelical y algunas pecas en el rostro regresase del proscenio para decirle:

- Gracias, papá, por ayudarme otra vez. Muchas gracias.

 

Feliz aniversario

Nuestro vigésimo aniversario de bodas lo celebramos Eva y yo en compañia de las tres niñas menores con una fiesta de patinaje en hielo, en el bosque que quedaba detrás de nuestra casa. Mientras atravesábamos entre bosquecillos de pinos cargados de nieve, cada cual no podia menos que pensar que lo único que nos faltaba en aquella noche estrellada era Carola, que estaba en la universidad preparando sus exámenes. Sin duda esta razón era suficiente para que no hubiese recordado nuestro aniversario con una llamada telefónica o un telegrama.

Mientras estaba yo encendiendo el braserillo portátil de carbón vegetal, a la orilla de la laguna, veia a Julia y a Lynn que se ponian los patines y se deslizaban por el hielo. Pronto ellas también, una a una, se marcharian a la universidad, hasta que al fin el círculo familiar quedaria reducido a lo que fue al iniciarse hacía 20 años: a Eva y a mí.

¡Qué pasmoso el comprender cuanto tiempo habia transcurrido desde que los dos nos hicimos rey y reina de un diminuto apartamento situado en el desván y viviamos escatimando cada céntimo, durmiendo hasta el mediodia los sábados y domingos, cuchicheando y riendo en la dicha de nuestra nueva intimidad, casi como niños que juegan al papá y a la mamá!.

Me quité los guantes y toqué a Eva en la mejilla; con las puntas de los dedos le acaricié sus casi imperceptibles patas de gallo; le pase la mano luego por un mechón de pelo que se le escapaba de debajo del lanudo gorro de su abrigo. Pero ya no podia yo juzgar su rostro por sí mismo; todo lo que lo formaba y cuanto encerraba en su interior se confundian en una sola imagen: la imagen de la madre que amamantaba, en la paz de la noche, a sus niñas recién nacidas; de una Eva que al atrapar la pelota que le arrojaban, caia torpemente entre los matorrales; de la misma Eva corriendo en busca del veterinario con un perro callejero que habia sido atropellado por un auto; de Eva charlando con sus hijas, ya pasada la medianoche, hablando de la compasión debida a los demás y de la necesidad de oponerse valientemente a la multitud cuando a esta no le asiste la razón.

Veia yo a Eva a la hora del mediodia, trepada en una altísima escalera pintando los canalones de nuestra casa. Y la veia esa misma noche, luciendo un vestido de fiesta que ella misma se habia confeccionado y que la hacía parecer más regia que cualquiera de las otras señoras presentes en el baile.

No, no podia ver objetivamente el rostro de mi mujer: demasiado nobles rasgos de carácter aparecian a mis ojos. Supongo que, a la usanza masculina, con demasiada frecuencia yo también solia expresar mi enojo simplemente porque ella, como mujer, afrontaba los problemas menores de la vida desde un punto de vista diferente al mío. Y muy pocas veces le expresé en palabras aprecio y comprensión algunos por su manera sutil y extraordinaria de criar a sus hijas en la forma exacta como yo esperaba que lo hiciera.

Juntos salimos patinando por la laguna para unirnos a nuestras tres hijas.

- Ojalá Carola hubiera podido estar para unirnos a nuestras tres hijas- dijo Eva.

Asentia yo con la cabeza, cuando Robin gritó indicando hacia nuestra casa:

- ¡Miren!

Al volvernos, vimos que alguien aparecia entre los árboles y corria sobre la nieve hacia nosotros. Al irse aproximando la figura, gritando y agitando las manos, todavia no podíamos creer que lo que la esperanza no decia no fuese más que una ilusión.

¡Más de pronto nos dimos cuenta de que era verdad!.

Todos corrimos al encuentro de Carola. Cayó en nuestros brazos riendo y llorando y nos alargaba una botella de champaña que nos traia a su madre y a mí. Con las ganancias de su escuela de baile habia venido en avión a casa, a hacernos una visita de sorpresa con motivo de nuestro aniversario.

A medianoche, en la sala, destapé el champaña mientras Eva pasaba las copas. Si: en tan magna ocasión aún a la pequeña Robin se le permitiria probar las picantes burbujas.

- Después de los brindis- preguntó Julia,- ¿podemos lanzar las copas al fuego de la chimenea?.

Eva frunció el ceño, pero luego cedió ante la insistencia de las hermanas de Julia que se adhirieron a la petición. Nos pusimos en pie y dando cara al fuego, escancié un poquito de champaña en cada una de las copas. Al resplandor de la hoguera contemplé el rostro de mis cuatro hijas, dulces como pinturas impresionistas. Cada una, a su manera, me era tan querida como las demás y con todo, cada cual era en sí algo muy especial.

Venía a mi memoria el recuerdo de las niñitas que corrian en pos de las mariquitas o contemplaban por primera vez, maravilladas, un arco iris o montaban un pony por vez primera sin ayuda de nadie. Nuevamente venian a mi pensamiento los villancicos entonados a la puerta de nuestro dormitorio en las mañanas de Navidad y la presión de confiadas manitas apoyadas en las mías. En tropel me asaltaban la memoria visiones de marineros sombreritos de paja, de trenzas infantiles, de rodillas con hoyuelos, de caritas resplandecientes y de vestiditos almidonados, como también de las grandes lágrimas que de vez en cuando las empapaban.

Cerré los ojos, pero aún sentia la presencia de voces de chiquillas hablando con su media lengua, la de infantiles bracitos femeninos abrazándose a mi cuello, de jóvenes corazones femeninos que se desbordaban en torrentes de tierno cariño.

Si, son estos los fragmentos de la vida que para mí forman recuerdos imperecederos, pues hay más de maravilloso en lo corriente que en lo insólito. La felicidad nunca la hallamos por correr tras ella. Por el contrario, basta conque abramos nuestros corazones y le demos paso. Ahora, con tres de nuestras niñas convertidas en señoritas, los nexos familiares no solo siguen tan estrechos como siempre, sino que con cada año que pasa parecen ser mayores sus bienes.

Carola tenia la copa de champaña enarbolada en alto:

- ¡Por mamá y papá!.

- ¡Por todos nosotros!- respondió Eva.

En cuanto las niñas lograron tomar un sorbo del espumoso vino, alcé mi copa enfrente de la chimenea y anuncié:

- Un brindis final.

Nuevamente hicimos chocar las copas, listos a lanzarlas en triunfo contra las llamas.

- Por los cuatro muchachos más cabales del mundo... Quiera Dios que estos sean mis yernos... ¡y, por supuesto, que tengan hijas propias!.

 

 
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