Mi tio Pepe

S. - Junio 1961 p13

 

Mi Tio Pepe

 

Toda mujer celebrará este relato que todo hombre debe conocer

Por Benjamín Fernández

Condensado de "Ladie's Home Journal"

 

Todos los dias a las cinco, que es el caer de la tarde en Madrid, mi tio Pepe me llevaba a dar un paseo por el parque del Retiro. Caminaba por una umbrosa alameda, muy tieso y circunspecto, con la panza por delante como proa al viento y de vez en cuando, según costumbre española, dirigia un piropo a alguna mujer que pasaba. Esto se limitaba a un simple "¡Hola, bonita!" dicho con toda efusión, aunque siempre con dignidad y decoro pues, al fin y al cabo, mi tio era hombre de calidad.

Otras veces visitábamos el Museo del Prado, donde el tio buscaba los cuadros de Goya y se detenia ante la Maja Desnuda, con las manos enlazadas en la espalda y balanceándose un poco sobre los talones.

O acaso se acercaba a admirar a las seductoras damas que se cobijaban bajo sombrillas besadas por el sol y admiraba sus diminutos pies y su riqueza de colorido.

Y rebosando satisfacción, tarareaba entre dientes alguna cancioncilla.

Siempre me parecia que estas visitas dejaban al tio Pepe bañado en un aura de placidez y bienestar. Al regreso a casa, entre la muchedumbre que transitaba a la caída de la tarde, era seguro que mi tio susurrase su admiración al oído de alguna mujer.

Yo tenia 12 años y acaso ya iba prestando más atención a las mujeres, antes de que me diera cuenta de que en aquella costumbre del tio habia algo extraño.

Un dia, al oirle llamar: "¡Guapa!" a una mujer que pasaba apresuradamente, alcé a ella la mirada.

- ¡Pero tio Pepe!- exclamé sorprendido.- ¡Esa mujer no tiene nada de guapa!.

Me volví a mirarla otra vez. No era bonita ciertamente. Todo lo contrario.

Mi tio me echó una mirada y dio un suave resoplido entre el bigote, pero no hizo comentario alguno. Entonces comprendí de pronto la verdad: ninguna de las mujeres a quienes tio Pepe habia floreado era bonita. Todas eran, sin excepción, bien desabridas. Tal descubrimiento me causó gran desilusión, porque admiraba mucho a mi tio y si él demostraba ser tan pobre juez de la belleza femenina, ¿cómo podria yo fiarme de su juicio sobre otras cosas?.

Proseguimos nuestro camino en silencio hasta un pequeño café, donde nos sentamos a una mesa bajo el toldo verde y rojo. A mi tio le sirvieron su coñac y a mí chocolate con copete de crema batida.

El coñac pareció devolver el sosiego al tio Pepe.

- Hijo mío- me dijo, dejando la copa sobre la mesa- ¿sabes que hubo un tiempo en que yo fui pintor?.

Esto era algo, ciertamente, que yo ignoraba. Es más, me parecia increible. Yo siempre lo asociaba con la gran casa de la calle de Felipe II, con el floreciente negocio de jabones que le ocupaba tan poco tiempo y con el imponente automóvil en que iba de vez en cuando al campo a pasar un dia de caza.

- Quizá exagere al decir que fui pintor- confesó el tio en actitud reflexiva.- Mejor diria que hubo una temporada de tres años en que volví la espalda a mi familia y sus jabones, alquilé una especie de refugio en un barrio que tú no conoces y allí me dediqué a pintar con entusiasmo... y con el estómago vacío.

¿Puedes creer que hubo momentos en que pensé seriamente en robar un panecillo del carro de un repartidor de pan?.

Atusándose el bigote, bajo el cual apuntaba una vaga sonrisa, continuó:

- Pero hablando francamente, hijo mío, esa época no me dejó recuerdos amargos. Tenia una amiga que era bailarina, la Florencia. Quizá la hayas oido nombrar.

Al decirlo, me dirigió una mirada expectante; en seguida se nubló su expresión y agregó:

- No, claro que no... ¡A tu edad!. Sin embargo, te diré que hubo un tiempo en que su nombre era famoso en todo Madrid. Aquella no era una mujer como las bailarinas de hoy (y tio Pepe arrugaba la nariz con cierto desdén). era una mujer de verdadero garbo y gran belleza. Tenia esa airosa línea de espalda que sólo poseen las mujeres de España y unos grandes ojos cuya mirada era capaz de trastornar el corazón de cualquier mortal. ¡Ah, qué fuego!.

Hablaba con verdadero entusiasmo; pero luego, encogiéndose de hombros, agregó:

- Bueno, es cosa que una mujer tiene o no tiene. Yo traté febrilmente de captar en el lienzo aquel fuego y aquella belleza. Febrilmente... y al fin con desesperación. Porque, hijo mío, me faltaba el genio. Poco a poco vine a darme cuenta de ello. El dibujo era pasadero. De color estaba bien. Mas aquello que hay en el fondo, aquello que eleva el espíritu y que, sin comprenderlo, llamamos belleza, eso se me escapaba.

Florencia no se daba cuenta de esto. De pintura sabía, ciertamente, muy poco; todo su arte estaba en el baile, que es el ritmo de la sangre. Si la pintaba con una cara hermosa y una rosa entre los dientes, exclamaba: ¡Magnífico!. Pero yo me daba cuenta.

Y finalmente, en un momento de soledad con mi alma, en el momento más sincero de mi vida, destruí mis obras. Las arranqué de los marcos y las arrojé a la estufa. Florencia se enfureció conmigo y me gritó: ¡Eso es!. ¡Volverás con tu familia!. ¡Irás a ahogarte en jabón y te casarás con alguna mujer que ellos te busquen!.

De nuevo el tio Pepe alzó los hombros y de nuevo los dejó caer.

- Las cosas sucedieron como lo habia pronosticado Florencia. Volví a casa donde me recibieron de buen grado. Me buscaron un puesto en el negocio del jabón y me casé, en efecto, con una mujer aceptable para mi familia en todos sentidos.

Vaciló un instante y continuó:

- ¿No te acuerdas de tu tia Teresa?. Una mujer admirable y además, hermosa. Guardo grandísima veneración a su memoria. Como lo sabes, prosperamos. Pero me sucedió algo extraño: no pude volver más al Museo del Prado. No podia arrostrar la esterilidad de mi propio espíritu, que me asaltaba allí, entre aquellas paredes radiantes de belleza con las obras de los grandes maestros. Hijo mío, no podia ya mirar un Goya y sentir algún respeto por mí mismo. Todas aquellas telas me mostraban demasiado claramente cuánto era lo que a mí me faltaba.

Perdí el rastro de Florencia. Oí decir que se habia marchado a Sudamérica.

Y no volví a saber de ella hasta muchos años después. Habia estado muy enferma. Se hallaba otra vez en Madrid, de paso para el hogar de su infancia, en el norte.

Era evidente que, en aras de la lejana juventud, estaba obligado a visitarla. Comprendia que mi amiga tendria que haber cambiado. Habia sufrido una devastadora enfermedad, los años habian pasado. Pero me armé de valor y con un ramo de aquellas amarillas rosas sevillanas que tanto le gustaban, fui a su hotel. Lo que vi fue aún más horrible de lo que me temia. ¡Mi pobre Florencia!.

- No debiste haber venido- me dijo cuando entré y sus manos se agitaban como queriendo ocultar su estropeado rostro.- No quiero que me recuerdes así.

¿Qué podia hacer en aquel trance un caballero y un español?.

¡Florencia- exclamé- para mí eres más bella que nunca!.

Y como mis palabras brotaron directamente de la piedad de mi corazón, la Madre de la Misericordia les dio el acento de la sinceridad. Lo que entonces sucedió fue en verdad como un milagro. Por un instante, al conjuro de mis palabras, Florencia volvió a resplandecer con toda la hermosura de antaño.

Y me quedé sobrecogido, sin hablar, ante aquella deslumbradora belleza.

- Aquel fue el más memorable acontecimiento de mi vida. Mi Florencia regresó a su lugar natal. No he vuelto a verla nunca; pero después de aquel episodio mi vida cambió. Ahora voy diariamente a pasear al Retiro y en ocasiones, al ver aproximarse una mujer, sé que ha llegado el momento. Al cruzarme con ella: tal vez una muchacha desgarbada, alguna pobre mujer fea y sin esperanza; una ancianita acaso, cuya angular apariencia evoca una pasada hermosura, ajada por el desastre; entonces hablo.

Y en alguna ocasión (rara, es cierto, pero inolvidable, inolvidable), cuando susurro en un oído: "¡Qué hermosa!" vuelvo a ver asomar en un rostro aquel indescriptible encanto. Dura sólo un instante, mas por ese instante adquiere un fulgor inimaginable.

Ya suelo ir de nuevo al Museo del Prado. Me detengo con confianza entre los espíritus de los maestros y no me abochorno. Allí, entre aquellas gloriosas pinturas, Goya y yo nos tratamos de igual a igual. Porque yo también soy un creador de belleza.

 
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