Ojos

Ojos

Estoy en un séptimo piso de un lujoso edificio de oficinas. En un largo banco de la recepción permanezco juiciosamente sentada. Observo el movimiento de tres ascensores automáticos que abren sus fauces siguiendo su propio ritmo: uno, dos, tres, dos, uno, tres, dos, uno, dos, tres... Nadie sube, nadie baja... Bostezo sin disimulo: me aburro, casi me duermo.

El "uno" se abre y aparece él. Me despabilo, curiosa. Joven, alto, rubio, ojos claros. Camina muy erguido, seguro; transpira eficiencia, me da risa. Disimulo mi interés. Lo observo. ¿De qué está tan orgulloso?. Me parece tan ridículo: su afectada manera de moverse, su columna tan enhiesta sobre sus dos pies. Si él pudiera verse...

El "tres" se abre: baja ella. También es joven. Se dirige al recepcionista, cuchichea, averigua. Deprimida se vuelve, pasa a mi lado y me ignora. La juzgo estúpida, le clavo la mirada y está a punto de caer. Me vio sin disimulo; está tan avergonzada que huye. Ja, ja, ja.

¿Qué pasa?. Del "dos" sale un grupo, una multitud: seis.

Me indigna ver tanta torpeza, tanto desafio a la ley de gravedad. Me desperezo, me estiro, me deslizo, me refriego burlona y lejana contra uno de aquellos, elegido al azar y escucho el comentario obligado: ¡Qué hermosa siamesa!

 

Edda Diaz

 

 
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