Hace unos tres años llegó a mis oidos, una receta para hacer una tarta de coco que pasaban por la radio. ¡La preferida de mis tres hombres! (marido e hijos).
Anoté a los piques: 2 tazas de coco rallado, 125 g. de azúcar, 2 yemas, gotas de vainilla y 2 claras batidas a punto de nieve.
Compré tres sobres de coco rallado y los hubiera archivado en la despensa junto con mis buenas intenciones, si mi hijo mayor no se hubiera abocado a perseguirme con su vozarrón adolescente.
- ¿Qué vas a hacer con esos sobres, má?.
- Tarta de coco.
- ¡Qué bueno!. ¿Cuándo?.
- Un dia de estos.
Este diálogo se repitió con ligeras variantes a cargo del joven, a lo largo del tiempo:
- ¿Cuándo, má?; ¿Cuando, vieja?; etc., etc.
Hace una semana (todo llega) decidí hacer la tarta.
El joven reclamador no se hallaba en el hogar. Estaba ganando sus remeras y sus zapatillas espaciales con el fruto de su esfuerzo (santito mío).
Marido e hijo menor fueron testigos de mis afanes y mis dudas: ¿la tarta no llevaba masa?, ¿"eso" era el relleno? o ¿"eso" era todo?.
Comimos la tarta, después de rasquetear con un cuchillo, el púber y yo, la resistente masa que se negaba a abandonar a su madre tartera para siempre jamás.
Cuando digo que se negaba, quiero decir que se negaba. ¡Triste espectáculo, la gula!. Madre e hijo luchando con aquella masa de piedra; ¡con aquella masa ciega, sorda y muda!.
El cacique del hogar, mi hombre, nos salvó: ¡déjenme a mí!, ¡déjenme a mí!.
El resultado: un platito de mendrugos amarillos y exquisitos. ¡Cómo olvidar aquella nada!, ¡aquel sabor a poco!.
Cuando el hijo mayor volvió, devoró los restos de los restitos entre carcajadas estentóreas:
- ¿Para esto esperamos tres años, vieja?.
Como dice Chejov: la vida es grosera.
Si un dia de estosme levanto con ataques culinarios... ¡rompo la radio!.
Edda Diaz
ya hubo 33 visitantes (65 clics a subpáginas) pasando por este sitio.