Amor Mapache

Aquella molestia se transformó en un regalo... y en una lección

 


Amor Mapache

 

Fred Bauer

 

Si yo me hubiera salido con la mia, esta historia habria terminado aquel dia de primavera en el mismo lugar donde empezó: en el sexto hoyo del campo de golf.

- ¿Qué fue ese chillido?- preguntó Shirley, mi esposa, a la mitad del impulso que estaba yo tomando para pegarle a la pelota.

Sin esperar respuesta, se dirigió a un fangoso matorral, de donde salió con algo vivo entre las manos.

"Rrrit, rrrit, rrrit", chilló la criatura.

- Es un mapache huérfano- anunció mi mujer, mientras acariciaba la embarrada maraña gris.

- Su madre debe andar muy cerca y tiene rabia y nos va a atacar- refunfuñé.

- No, el pobrecito está abandonado, ya ves que no está en su madriguera. Y se muere de hambre. Tómalo- ordenó ella.- Creo que hay otro por allí.

Instantes después regresó con un gemelo del primero, también cubierto de lodo y enflaquecido, que además berreaba. Ella envolvió a los dos ingratos quejosos en su suéter y me dirigió una mirada que yo conocia perfectamente. Ibamos a tener dos bocas más que alimentar.

- Sólo recuerda una cosa- le advertí:- son tuyos y tú te vas a encargar de ellos.

De todas las declaraciones que he hecho a través de los años ante mi familia, ninguna ha caido en saco más roto.

 

Con cuatro hijos como los que teníamos Shyrley y yo, no piensa uno mucho en madrigueras abandonadas. No cree uno que el constante y alborotado desfile de amiguitos por la casa vaya a terminar algún dia. Pero las recámaras, tarde o temprano, quedarán vacias; habrá otra vez, milagrosamente, agua caliente y el ruido de la vida familiar se escuchará tan sólo en nuestro álbum mental de recuerdos.

Shirley y yo habíamos celebrado ya el ritual de la separación con Laraine, Steve y Christopher. Nos quedaba sólo Daniel, que estaba ansioso por cambiar su recámara por el dormitorio de la universidad.

así pues, yo me disponia a disfrutar de un poco de paz y tranquilidad en casa... no a cuidar mapaches.

 

- ¿Qué se les da de comer a las crias de mapache?- pregunté por teléfono la mañana siguiente al encargado de proteger la fauna silvestre.

Ya habíamos aseado a los cachorros, les habíamos preparado su cama en una caja con trapos y habíamos puesto allí un reloj con la esperanza de que el tictac los tranquilizara. Además, encontramos unos biberones viejos en el sótano, que nos sirvieron para alimentar a los pequeños con leche tibia. Después se quedaron dormidos. Aquella primera noche no tuvimos que arrullarlos.

Al dia siguiente, empero, volvieron a la vida y empezaron con su cántico de ametralladora justo cuando Shirley salió para asistir a sus clases. Previendo que pronto estaria vacio el nido, ella habia vuelto a la universidad, con miras a obtener un grado de maestria y dedicarse a la docencia.

Yo tenia mis propios quehaceres: varios proyectos editoriales que desarrollaba en casa. Creí que en Daniel encontraria un apoyo para atender las obligaciones relacionadas con nuestros huéspedes.

- ¿De quién fue la brillante idea?- preguntó el adolescente mordaz.

- Tu madre pensó que podrias hacer algo más para ganarte tu mesada- le contesté en el mismo tono.- ¿Quieres calentarles un poco de leche, por favor?.

- Lo siento, se me hace tarde para llegar a la escuela- se excusó por encima del hombro.

Ambos atravesábamos esa etapa tortuosa en la que padre e hijo se ponen a prueba. Mi autoridad menguaba y sus impulsos de independencia cobraban fuerza.


El más grande problema que surgió al tratar de alimentar a los mapaches fue que la leche salió con excesiva rapidez, primero de las botellas y luego de los animalitos.

- Deles leche más diluida y menos miel de maiz- sugirió el especialista en fauna silvestre.

Agregó que me enviaria un folleto con instrucciones para facilitarme la crianza y aclaró:

- Se trata de cuidarlos hasta que puedan volver al bosque y valerse por sí mismos.

- Haré cuanto esté a mi alcance para que así sea- le aseguré.- En un par de semanas habrá crecido lo suficiente, ¿verdad?.

- Me temo que no- contestó mi asesor.- Si todo marcha bien, cuando llegue el otoño estarán listos.

- Si es que no los estrangulo antes- mascullé.

Preparé una nueva mezcla y se la di a uno. El cachorro tosió como un carburador obstruido. Era demasiado grande el agujero del chupón. Tal vez con un biberón de juguete, pensé y fui a comprarlo.

De vuelta en casa probé mi adquisición y ¡oh, milagro! los mapaches mamaron con gusto.

Después se quedaron dormidos. Sólo faltan 12 semanas para setiembre, me dije.

Durante un mes y medio fui la solícita niñera de Bonnie y Clyde. Así bautizamos a las crias, por sus máscaras de bandido. Ellas, al parecer, me tomaban por su madre. Cuando las sostenia en brazos para darles de comer, emitian la voz rasposa de siempre, pero en un murmullo de satisfacción. Quizá hayan sospechado que era yo un impostor cuando se treparon a los hombros, me hurgaron el cabello y no encontraron ningún pezón.

No pasó mucho tiempo antes de que empezaran a comer cereales y plátanos. Cuando se volvieron más activos y descubrieron nuestra pileta para pájaros, les encantó desde el primer momento.

Bonnie, más extrovertida, metia las zarpas en el agua y las agitaba con devoción, como un sacerdote que administrara el bautismo. Clyde la imitaba, pero con cautela, como si se tratara de un líquido combustible.

Poco después, Bonnie descubrió el placer de comer y beber al mismo tiempo y desde entonces hubo que remojarle cada bocado.

En julio los mapaches pesaban cerca de un kilo. Les construí una jaula para protegerlos y los saqué al jardín. cuando se adaptaron a su nueva morada. Daniel sugirió que los soltáramos para que exploraran el bosque y buscaran su alimento.

- No quiero que se extravien o se lastimen- dije, con una actitud más bien de mamá gallina que de padre mapache sustituto.

- Deben acostumbrarse a valerse por sí mismos- insistió Daniel.

Durante el dia les dejábamos la puerta entreabierta, para que fueran a dar una vuelta. Por las noches, los llamábamos golpeando sus tazones. salian del bosque a todo galope.

Con todo, yo temia que estuviéramos apresurando su adaptación a la vida silvestre.

Una tarde de mucho viento. Daniel y yo estábamos jugando a la pelota en el jardín cuando vi que Bonnie mantenia un precario equilibrio sobre las flexibles ramas de un moral, a seis metros del suelo. Se habia llenado la panza de moras y trataba de bajar.

- ¡Cuidado, pequeña!- grité, al tiempo que corria hacia el árbol.- ¡Rápido, Dan, trae una escalera!.

- Déjala- propuso él, sin perder la calma.- Está viviendo una aventura. No seas aguafiestas.

Mi hijo tenia razón. Cuando volví, poco después, Bonnie dormitaba plácidamente, mecida por las ramas del árbol.

Sin embargo, los animalitos se metieron en lios una noche. Gracias a sus hábiles patas delanteras, se salieron de su jaula. Hacia las dos de la madrugada, a Shirley y a mí nos despertó un espantoso alarido.

- ¿Qué fue eso?- pregunté, incorporándome de golpe.

- ¿Serán los mapaches?- conjeturó ella.

- ¡Algo les pasa!- grité.

Eché entonces a un lado el cobertor, tomé una linterna eléctrica y salí de prisa, en ropa interior.

En el alero de la parte trasera de la casa oí un golpeteo y luego noté que algo saltaba a un arce. Acto seguido, me cayeron encima. Primero Bonnie, que aterrizó en mi hombro y luego su hermano Clyde, que trepó por mi pierna. Se pusieron a darme vueltas por el cuello y a farfullar de emoción: "¡Rrrrit, rrrrit, rrrrit!".

- Tranquilos, tranquilos, ya están conmigo. Nada les pasará- les dije, mientras los acunaba en mis brazos.

Al parecer, un mapache salvaje, en defensa de su territorio, habia atacado a Clyde, que tenia el lomo ensangrentado. pero no era nada serio. Bonnie estaba bien.

 

Julio dio paso a agosto y agosto a setiembre. Los dias fueron haciéndose más cortos y los mapaches se convirtieron en unas bolas peludas de tres kilos cada una. Yo me sentia cautivado por su creatividad y su inteligencia.

Una tarde los llamé con los tazones y no obtuve respuesta. a la mañana siguiente, durante el desayuno, comenté angustiado que los mapaches no habian pasado la noche en casa. Daniel se rió de mi preocupación y bromeó:

- Vamos a ver si eres tan buen maestro como eres una buena madre mapache.

- Ya lo veremos- concedí.- Por cierto, ¿a qué hora llegaste anoche?.

- Alrededor de las 12- dijo él.

- Tus ojeras me dicen que fue más tarde.

- Ya no soy ningún bebé, papá- repuso, tajante.

Llamé una vez más a los mapaches y estos acudieron: Bonnie muy ligera, con Clyde a la zaga.

Hacia fines de setiembre desaparecieron una semana. entonces le insinué a Shirley que probablemente era para siempre.

- Bien sabes que es un error apegarte a quien ya no te necesita- me señaló ella.

- ¿Y quién está apegándose?- protesté.

Pero seguí escudriñando el bosque con la esperanza de ver a mis protegidos y comprendí que mi esposa tenia razón.

A regañadientes desarmé la jaula, guardé los tazones y aparté de mi mente a aquellos animalitos. O al menos lo intenté. Pero se me habian metido en el corazón, más profundamente de lo que jamás creí posible.

Lo que antes me habia parecido una molestia se habia transformado en un regalo; lo que consideré una carga, resultó una bendición.

¿A qué se debe, me pregunté, que no apreciemos plenamente las cosas y a las personas sino hasta que las hemos perdido?.

Un sábado, a fines de octubre, Shirley, Daniel y yo estábamos en el jardín, barriendo las hojas caidas, cuando vi una cola rayada poco más allá de la reja que da al bosque.

- Mira, Shirley- susurré.

Aunque no sabía si era uno de ellos, llamé:

- ¡Bonnie... Clyde... !.

El animal, con sus magníficas rayas oscuras, se irguió sobre sus patas traseras y nos dirigió a los tres una mirada inquisitiva. Nosotros, congelados como estatuas, se las sostuvimos unos instantes.

Llamé de nuevo y la criatura avanzó hacia nosotros.

Era Bonnie. Salimos a su encuentro. Me arrodillé, le tendí la mano y ella la lamió en tanto yo le acariciaba el cuello. Emitió entonces el más feliz de sus ronroneos: "Rrrrit, rrrrit, rrrrit".

- Ve a traerle un plátano- le sugerí a Daniel.

- No, ya es hora de que se las arregle por sí misma- repuso mi hijo con firmesa.- Ya es un mapache adulto. No hagas por ella nada que pueda hacer sola.

Le guiñé un ojo a Shirley. Aquel muchachote alto y ancho de espaldas no estaba hablando de mapaches, sino de padres. Se trata de cuidarlos hasta que puedan valerse por sí mismos, me recordó una voz interior. Era hora de dejarlos ir.

Tras acariciarle el cuello a Bonnie por última vez, di un paso atrás. Ella sintió que yo la dejaba en libertad y se marchó saltando alegremente por donde habia llegado.

- ¡Que te vaya bien!- le dije en voz alta.

Ella se metió detrás de un árbol y se fue para siempre.

 

Ilustración: Tom Newsom

 

 
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