Atorado y sin salida.
Era medianoche y en casa reinaba la calma. Mi mujer estaba terminando las maletas para irnos de vacaciones y al atravesar el pasillo los anteojos se le cayeron yéndose por un hoyo que habia en el piso.
La casa era antigua y el piso de piedra maciza, pero al quitar una pequeña baldosa suelta alcanzamos a ver las gafas reluciendo en el fondo. Me acosté boca abajo junto al agujero y metí el brazo izquierdo todo lo que pude.
En vano busqué y escarbé en el polvo con los dedos: los lentes habian quedado exasperantemente fuera de mi alcance.
Me dispuse, pues, a sacar el brazo, pero no pude: estaba atorado. Tenia el codo aprisionado entre la dura piedra y una vigueta de hierro.
Al principio tiré del brazo con delicadeza. Y luego bufando como un poseido, pero de nada sirvió.
Probé a torcer un poco el brazo, pero eso tampoco dio resultado: seguia atorado boca abajo, una postura muy poco digna.
Mi señora, que al parecer no se habia percatado cabalmente de la gravedad de la situación propuso lubricarme el brazo con aceite de oliva. Vertió la cantidad convenida en el agujero, pero esto tampoco resolvió el problema. Por unos momentos creí escuchar una risita ahogada, pero, como no podia ver a mi mujer a la cara, no supe si fue ella o lo imaginé.
-Habrá que llamar a los bomberos- dijo.
Decidí seguir luchando, pues una cosa es padecer la humillación en la intimidad del hogar y otra muy distinta hacerlo delante de unos perfectos desconocidos.
Volví a empeñarme en tenaz forcejeo, pero al cabo de diez minutos me di por vencido.
Mi esposa telefoneó a la policia para pedir consejo y le dijeron que debia llamar a los bomberos.
Al parecer no hay otra forma de conseguir un bombero que marcando el número de emergencias y una vez que uno decide a hacerlo no mandan a uno solo sino a la cuadrilla completa.
A los pocos minutos el silencio de la calle fue interrumpido por el rugido de un camión de parpadeantes luce azules, del cual bajaron tres hombres con casco amarillo y hacha sujeta al cinto. Pude ver con todo detalle sus botas... ¡eran enormes!.
Se acuclillaron a mi alrededor y empezaron a analizar la situación con frialdad profesional. Estoy casi seguro que ninguno se rió.
Luego llegó otro vehículo: una camioneta de la policia. Dos agentes que portaban radios portátiles entraron rápidamente y empezaron a tomar nota de lo que ocurria. Ellos también llevaban botas. Y respecto de si se rieron o no, no sabria decirlo.
Detrás de ellos entró un inspector del Departamento de Investigación Criminal (DIC), el cual habia recibido aviso de que un hombre estaba "metido en concreto hasta los hombros". Comentó que en su vida habia oído de una cosa así y quiso saber de qué se trataba.
Segundos después, con otro rechinido de neumáticos, llegó una ambulancia y entraron en la casa dos nerviosos con grandes estuches de instrumental médico, tanques de oxígeno y todo el equipo necesario para realizar las complicadas maniobras de reanimación. Se agacharon junto a mí y con toda solicitud empezaron a interrogarme sobre mi estado de salud. Les dije que, en lo que cabia, me sentia bien.
A esas alturas ya habia ocho hombres en la casa y tres vehículos con luces parpadeantes en la calle. Mi campo visual, a ras del suelo, abarcaba la puerta de entrada, así que miré hacia afuera y alcancé a ver a un transeunte que observaba boquiabierto lo que ocurria adentro. Lo único que ese curioso podia ver era un cuerpo tendido boca abajo y rodeado por todos los efectivos de los servicios de salvamento de la ciudad. Me da escalofrios pensar en lo que debió suponer.
Uno de los socorristas sugirió probar otra vez el remedio discurrido por mi esposa, así que volvió a aparecer la botella medio vacia del costosísimo aceite de oliva extravirgen y vertieron el líquido por el agujero mientras aquel me retorcia el cuerpo hasta hacerme sentir que me dejaria manco.
- Ahora, tire- me indicó.
Tiré con fuerza y por fin salió el brazo: estaba amoratado, magullado y cubierto de aceite mugriento, pero completo.
- Mueva los dedos- dijo el socorrista y los moví. Entonces añadió que el único tono de regaño que escuché esa noche:- La próxima vez pruebe con un colgador de alambre.
Los policias cerraron sus libretas y el inspector del DIC meneó la cabeza con incredulidad. Los socorristas recogieron los tanques de oxígeno y los bomberos volvieron a ponerse las hachas al cinto, creo que de mala gana.
Los motores de los vehículos rugieron y un instante después todo retornó a la normalidad.
Reanimado con una leche malteada de buen tamaño me armé con un colgador de alambre y recuperé las gafas en tres minutos.
Magnus Linklater |